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Foto del escritorIván Robledo

Y morir además

Hana es Juliette Binoche. Y ella, a veces, sois todos nosotros.

Eso ocurre, dicen que ocurre, cuando la vida se hace con los jirones de esos celos que le tiende la muerte a esa vida, de los celos que son celos de una divinidad prometida. Luego el ángel (de la espada de fuego) indica el camino, señala el paso al Paraíso; es el mismo ángel (de la espada de fuego) que a pesar de todo le corta el paso al conde Almàsy. El conde Almàsy prometió llevarnos ¡a todos! a ese lugar, a todos menos a usted, claro, por eso nunca salimos de donde seguimos. No, usted no estaba allí, usted no estaba en ninguno de los bandos que se habían citado para bailar alrededor de la hoguera de la muerte, de las hogueras y los bailes que eran funerales de Estado que huelen a azufre y a carne podrida. Allí fue cuando la guerra la acabaron en Italia, una guerra que fue un baile en el que sobrevivieron algunos, lo hicieron agitados, tarantelos al fin.





Dicen que la guerra es la danza de los pueblos que no conocieron la tauromaquia. Dicen que antes de las guerras los criminales ansiaban ser descubiertos, que eso es cosa sabida, de ahí el error de dejar la búsqueda de los criminales en manos de las policías, que son funcionarios, y no en la de los poetas malos, que son la materia buena de la que se alimentan las calderas eternas de todos los infiernos. Los poetas saben reconocer a los criminales, que de sus aplausos viven los peores, esos que escriben sobre su mujer y sus hijos para ensalzarse a sí mismos, Dios los confunda. Pero el criminal ansía descansar, sí, dormir con la cabeza apoyada en el hombro de su crimen, sosiego, purgar entonces y para siempre de una vez, y entonces alcanzar el reposo de sí mismo. Eso necesitamos pensar. Así el conde Almàsy descansó en el cine, que es una forma de descansar echando la cabeza sobre la conciencia de los demás. El conde Almàsy descansó consumido hasta los huesos de Ralph Fiennes. Como el criminal que espera ser descubierto para ser redimido, y su historia es su confesión. El conde Almàsy creía tanto en la vida que buscaba su muerte para seguir viviendo después de lograrla, que para eso se quiere vivir. La piedra en el zapato del hombre es la inmortalidad, por eso se quiere morir, Hana, ella lo sabía.


Llegará el día en el que cualquiera, ¡cualquiera!, sabrá dibujar un mapa, y también utilizar nombres nuevos para llamar a los sitios de siempre, los escondites con cascadas donde estuvimos sentados, o no, o así; llegará ese día pero los caminos siempre, ¡siempre!, serán nuestros. Las puertas nunca se cansan de abrirse, las puertas nunca podrán ser otra cosa que ser todos los que llegan por fin. En el lugar de los viejos mapas se muere como se malvive, el sueño humano de la eternidad de poder ponerle campo a las puertas. Luego el conde Almàsy muere, también muere más tarde, en la realidad de verdad, de otra manera, pero muere. Almàsy ha amado y la culpa que le impedía morir era no amar como creía que debía hacerlo. Hana le clavó la aguja como clavan las suyas los entomólogos, los espectadores sois así para ver estas cosas, y pasó todo lo demás. Almàsy amor, y la jurisdicción procesal del amor pertenece en exclusiva a Dios.

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